Miguel Sobrado

Para entender la crisis que vive nuestro Estado, cada vez más ineficiente y oneroso, es preciso ir a su esencia histórica.  Esto es ir más allá del desfase institucional coyuntural en que se centran las discusiones cotidianas;  ir al origen colonial patrimonialista del estado latinoamericano. A su carácter invertebrado, producto de la sumatoria de intereses privados, carente de un un propósito colectivo de interés público, que oriente su quehacer e impida que, grupos con intereses no incluyentes, puedan tomar el poder impidiéndole a la ciudadanía aprovechar sus beneficios.

 

Lo que lo convierte en un Estado sin rumbo es  la falta de un proyecto incluyente e integrador. Puede tener incluso su origen en la negación de lo existente como un movimiento popular de cambio “para acabar con la corrupción”, que ve personas pero no tiene una noción del sistema que la genera y difunde.

Sin embargo lo que es más frecuente en la lid política, es que los partidos ven como su misión hacer negocios. De tal forma que una vez tomado el poder se reparten el control de las instituciones asumiendo que el estado es el botín que deben distribuirse los ganadores.

En el primer caso cuando el propósito es “sacar a los corruptos” y colocar a los honrados creando el Estado santulón en nombre de la moralidad el caos es frecuente. El expresidente Solís decía que su ambición era que nadie pudiera decir que había robado nada, pero como se sabe, el hecho de ser honrado es insuficiente para un buen presidente de la República ya que se requiere, además de ser honrado, de un timonel que conduzca el barco. De tal forma aunque se despidan algunos corruptos y se llene de “incienso moralista” las oficinas, el sistema permanece y se produce en su lugar, una paralización institucional que aprovechan los corruptos para retomar la iniciativa.

En el segundo caso se instala un gobierno patrimonialista, que por la naturaleza  de los grupos que ocupan el aparato institucional, sus intereses inmediatos y las clientelas políticas, ven al gobierno como el botín que deben repartirse. Desde esta perspectiva inyectan, desde las cúpulas la esencia de la corrupción que es el beneficio propio que desciende, progresivamente hasta llegar al nivel del funcionario que atiende en las ventanillas al ciudadano.

El problema del patrimonialismo es su carácter sistémico que contagia la corrupción n, en cascada, no solamente a los funcionarios públicos, sino también a los ciudadanos que deben pagar mordidas, biombos o utilizar “amistades” para poder acceder a los servicios públicos. Este sistema, con su práctica llega a disfrazarse como parte de la cultura nacional, de tal forma que todos terminamos siendo culpables de la corrupción. El hecho de “ser todos culpables” no solo mitiga los impulsos de control ciudadano, sino que se acompaña a menudo de mecanismos revestidos de una aparente severidad. Esto es se legislan normas de control muy severas carentes de recursos para su aplicación, que además su aplicación resulta poco atractiva por ser penas desproporcionadas, de tal forma que termina campeando la impunidad y la burla del ordenamiento jurídico.

En otras palabras, como el patrimonialismo es percibido como nuestra respuesta cultural intrínseca y superarlo resulta una tarea compleja a primera vista. Sin embargo esto es posible si se actúa sobre el sistema que la genera, rompiendo progresivamente los círculos viciosos y construyendo paulatinamente círculos virtuosos que consoliden la autoridad de cambio y transformación.

En este sentido la ruptura no puede ser violenta “de una vez por todas”, porque aunque se arranque un “matapalo” este vuelve a resurgir en el  contexto. El proceso de cambio, por su naturaleza sistémica, debe ser paulatino y acumulativo. Tener una base sólida en la gestión generando apoyo técnico pero sin apostar solo por la tecnocracia ya que por este camino tiene el horizonte limitado, como lo está experimentando el actual gobierno. La gestión pública ante todo debe generar un soporte político. Se trata de construir autoridad creciente. No basta la autoridad formal que otorga el proceso electoral, es preciso que los líderes fortalezcan progresivamente su liderazgo con resultados tangibles en áreas sensibles como la salud, la seguridad, la vialidad y el transporte, que evidencien que un camino diferente es posible. Actuar asertivamente no solo genera respaldo creciente, sino que contribuye a eliminar la impunidad.

En este proceso, por una parte, la descentralización con información sobre los resultados locales resulta imprescindible, para incorporar a los actores locales y regionales a la gestión pública. Por otra parte la estructura institucional nacional debe fortalecer los mecanismos republicanos de pesos y contrapesos otorgando autonomía efectiva a los fiscales y promoviendo la investigación sobre la gestión pública entre las universidades, con instituciones como la Caja del Seguro Social, Recope FANAL, etc, tal como hace actualmente el Estado de la Educación..

Hemos sido configurados por la práctica institucional patrimonialista, que heredamos de la colonia, pero no estamos determinados. Podemos reprogramarnos a través de una nueva práctica, que construya  un nuevo sistema de gestión moderno, con apoyo técnico capaz de generar resultados políticos que estimulen la integración, la inclusión y la cohesión del haz de voluntades colectivo, alrededor del Estado como empresa de todos. Eso sí, no hay que confundir la tecnología de la información con la solución en sí misma. La información adquiere dimensión cuando existen metas claras y los resultados no son monopolio del “palacio”, sino que existe rendición de cuentas regulares que activan la participación y auditoria ciudadana.  Se requiere eso si, además de visión y alianzas, de una gran estrategia y táctica política. ¿Verdades de Perogrullo? No, arte de gobernar.