Miguel Sobrado

Juan José Rojas Herrera

 

Introducción                                                               

En la oferta institucional de los gobiernos latinoamericanos existen diversos programas y proyectos que apuntan, cada uno a resolver síntomas de la pobreza con acciones puntuales de acuerdo a la visión que se tiene del problema. Unos, los más, dirigidos a brindar asistencia por medio de la transferencia de recursos, otros influidos de una visión más tecnocrática, a dar capacidades.

Los primeros se orientan, sin hacer grandes distinciones, a imponer políticas y procesos a los “perdedores”. Los segundos, cuando tienen experticia exigen requisitos y logran algunos resultados, pero sólo sobre un sector reducido de la población. Unos y otros parten de visiones fragmentadas de la realidad a la que aplican soluciones estandarizadas. Los que ven “perdedores” ponen énfasis en una asistencia que rápidamente se transforma en asistencialismo. Los que aportan una visión más tecnocrática, escogen entre los que tienen mayor nivel educativo y motivación, a la población objetivo con la cual trabajar. A ambos, así como a otras visiones paralelas, les caracteriza el enfoque sobre las causas individuales de la pobreza y el tipo de soluciones instrumentales, que requieren los “perdedores”.

La pobreza, sin embargo, no es solo un fenómeno individual, sino que tiene un fuerte arraigo en el sistema económico, en la estructura del poder político y en la cultura de la sociedad. La cultura es el factor que ajusta y consolida el funcionamiento social[1]. Por esto las soluciones deben generar cambios en los grupos y sus productos deben facilitar la acumulación de respaldo proactivo desde las bases.

Ahora bien, si enfocamos el problema desde un plano más amplio, puede corroborarse que diversas experiencias históricas alrededor del mundo parecen confirmar que una de las condiciones imprescindibles para que una determinada sociedad alcance niveles aceptables de desarrollo económico y humano, está relacionada con la existencia paralela y simbiótica de una sociedad robusta y de un Estado fuerte que, en lugar de enfrascarse en una lucha de desgaste interminable y sin vencedor posible, contribuyan mutuamente al impulso de un proyecto nacional de largo aliento.

Esta idea fue recuperada en el texto de la Recomendación sobre la Promoción de las Cooperativas, emitida por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 2002, al señalar que: “Una sociedad equilibrada precisa la existencia de sectores públicos y privados fuertes y de un fuerte sector cooperativo, mutualista y de otras organizaciones sociales y no gubernamentales…”.

Del mismo modo, los autores de este artículo, en un trabajo más extenso, publicado en el año 2004, bajo el elocuente título de: América Latina crisis del Estado clientelista y la construcción de Repúblicas Ciudadanas, planteamos que los problemas del subdesarrollo latinoamericano se remontan a los orígenes y tienen que ver con el hecho de que en esta región del mundo, primero se configuró un Estado corporativo, excluyente de las poblaciones originarias, y, luego, bajo el control y la tutela estatal, ha ido emergiendo, a oleadas intermitentes, la sociedad civil.

Y más recientemente, el célebre y controvertido investigador Francis Fukuyama, en su obra erudita: Los orígenes del orden político, además de confirmar el origen patrimonialista y corporativista del Estado latinoamericano ha postulado que para que las sociedades humanas alcancen el equilibrio indispensable para propiciar las condiciones socio-económicas y políticas en las que florece el desarrollo humano, se necesita un Estado fuerte con límites legales y una sociedad civil sólida y organizada, que interactúen en forma positiva.

Con base en lo anterior, estimamos que el Estado fallido y la sociedad civil sumisa y diletante, que hoy en día distingue a la mayoría de los países latinoamericanos, son las dos caras de un mismo círculo vicioso que reproduce el atraso económico y facilita la manipulación ideológica y política del clientelismo depredador. La gravedad de la coyuntura actual nos muestra a América Latina y buena parte del mundo arrinconados y al borde del colapso ante la amenaza que representa la constante reducción de puestos de trabajo provocada por la revolución tecnológica en curso, fenómeno que, a su vez, estimula el aumento de la pobreza y la delincuencia organizada. En las últimas cuatro décadas el neoliberalismo y la globalización desfundaron económicamente al Estado latinoamericano, ahora es la narco violencia la que lo desmantela en el terreno político, al tiempo que mina su legitimidad legal. En este contexto, ni la política social instrumentada ni la militarización de las sociedades, ocurrida en los últimos años, han sido suficientes para contener dicha amenaza. En consecuencia, frente a los enormes desafíos del mundo contemporáneo nos aproximamos a un dilema fundamental, directamente relacionado con la definición del vehículo principal en el que podríamos apoyarnos para intentar salir de este impasse, que podría formularse en los siguientes términos: ¿Insistir en canalizar recursos públicos a los excluidos dejando intactos los mecanismos del control corporativo y clientelar existentes o promover la organización autónoma de la gente para que sea ésta la que, al convertirse en sujeto colectivo, se movilice en pos de la construcción de soluciones innovadoras desde abajo?.

En caso de que nuestra apuesta se incline a favor de la organización autónoma, entonces, los pueblos de América Latina tendríamos, hacia el futuro inmediato, dos grandes tareas históricas que cumplir. Por una parte, necesitamos recuperar al Estado del secuestro histórico que ha padecido por parte de las élites políticas y empresariales (Trocello, 2008). Secuestro que, en las últimas décadas, se ha tornado más burdo, al haberse subordinado a los intereses del gran capital, en el marco de las exigencias impuestas por el modelo neoliberal en boga, que ha provocado la exclusión de amplios segmentos de la población trabajadora y la imposición de los bajos niveles de ingreso que éstas perciben. En este sentido, una reforma profunda e integral del Estado clientelista es imperativa, si se aspira a tener un aparato estatal con compromiso social y que sea incluyente y garante de los intereses nacionales.

Por otra parte, se requiere reactivar y apoderar a la sociedad civil, utilizando los instrumentos de la política social para atender el enorme déficit que en materia de capital social[2] y comunidad cívica[3] padecemos. La construcción masiva de actores sociales proactivos y organizados constituye un elemento indispensable para acabar con la desigualdad prevaleciente y para proponernos seriamente la superación de nuestros ancestrales lastres sociales y culturales.

Ambas tareas son simultaneas, pero el proceso, para ser efectivo, debe ir de abajo hacia arriba. Por ello, para limpiar al Estado de corruptos y ponerlo a trabajar al servicio de un proyecto compartido de futuro y de beneficio general, es necesario forjar la organización social de base comunitaria o territorial. De acuerdo con lo anterior, la comunidad organizada está llamada a convertirse en el principal motor de cambio que, al desplegar su protagonismo, contribuye a crear una nueva realidad que permite impulsar la reforma del Estado, generándose así una operación tenazas que atiende al proceso de cambio, tanto en la base social y económica como en la superestructura política y cultural.

 

Miguel Sobrado es sociólogo pensionado de la UNA

Juan José Rojas Herrera es Catedrático de Sociología Rural de la Universidad de Chapingo