Miguel Sobrado
Es muy frecuente en el lenguaje cotidiano, atribuirle la corrupción a las malas calidades morales de los gobernantes y su eliminación a la sustitución de estos por personas puras e intachables. En otras palabras se ve como un problema de la calidad moral, pero como por todas partes aparecen corruptos, no solo en las denuncias sobre malversación de fondos, sino como algo cotidiano en los biombos hospitalarios de la CCSS y en el irrespeto de las señales de tránsito, se le atribuye el problema a la cultura. Y por lo tanto todos somos causantes de la corrupción. Pero resulta, que ese mismo ciudadano que aquí se brinca los semáforos en rojo y se parquea en zona amarilla, cuando llega a Nueva York o Londres acata rigurosamente las leyes de tránsito. Esto nos lleva a percibir, más allá de la moralidad individual, a un sistema que en nuestro caso permite el irrespeto de las normas, pero en otros contextos donde no existe impunidad porque el interés público predomina, el individuo se comporta como ciudadano. Como muy bien lo dice Denise Dresser en su libro “Manifiesto mexicano” La raíz de la corrupción “no es cultural, sino institucional. No es de hábitos sino de incentivos. No se trata de lo que la sociedad permite, sino de lo que la autoridad no sanciona. Los de abajo son corruptos y toleran la corrupción porque los de arriba han creado leyes para permitirla…Un Estado depredador crea una sociedad depredadora. Un Estado que viola las leyes produce ciudadanos que las desobedecen, no al revés”.
Esto nos lleva a analizar el tipo de Estado que tenemos. Dresser le llama al Estado mexicano “un capitalismo de cuates”, esto es una organización institucional donde predomina el interés de los diversos grupos que ejercen el poder, por encima de los intereses de las mayorías, sin que exista un proyecto nacional que integre las acciones con un sentido de desarrollo inclusivo. Un sistema donde no operan los pesos y contrapesos que requiere el control ciudadano en una república, lo que permite el enriquecimiento de los grupos de poder y promueve, por omisión de controles efectivos y su fundamento en relaciones clientelistas, la corrupción en cascada.
En nuestro país estos grupos han logrado blindar las leyes para mantener monopolios y oligopolios que elevan el costo de la vida y hacen de nuestra patria uno de los países más caros reduciendo su competitividad. Basta citar dos de los casos más conocidos, el de las medicinas y el del cemento, que se distinguen por lo elevado de sus precios en la región y más allá.
Don Teodoro Quirós, quien fue Ministro de Agricultura del primer gobierno de Figueres en los años 50, cuando el país tomó rumbo diversificando su economía, un activo liberacionista de aquellos tiempos, al ser entrevistado 40 años después sobre el papel de ese partido en el panorama nacional dijo en una entrevista que le hizo Mercedes Ramírez en canal 13, “ahora es un grupo de amigos para hacer dinero”. Reafirmando de esa manera la mutación que había sufrido el Estado costarricense, de un Estado con proyecto a un estado patrimonialista.
Francis Fukuyama en su documentado estudios sobre el auge y decadencia histórica de los Estados, destaca empezando con China y la India y terminando en lo contemporáneo, que los períodos de auge se dieron cuando existió una conducción que integraba los esfuerzos alrededor de una visión viable. Por el contrario la decadencia y el colapso se tuvieron lugar cuando se perdió esta visión integradora y se instalaron regímenes patrimonialistas, donde cada grupo de poder andaba por su lado. El auge se reafirma recientemente en nuestro país de los 50 y 60s, cuando había un rumbo del Estado inclusivo, alrededor del cual se articulaban los negocios y no a lo inversa, como ha sido en las últimas décadas.
Estado botín latinoamericano
Frente a la repetida práctica latinoamericana, donde cada grupo una vez instalado en el poder, coloca sus intereses en primer plano y se enriquece desde esta posición, se ha gestado un sistema donde la corrupción corre en cascada por las estructuras públicas. Donde la práctica de considerar al Estado un botín, se inicia en la cúpula, pero fluye por las relaciones clientelistas hacia abajo. Esta práctica abarca progresivamente a muchas de las organizaciones gremialistas que terminan anteponiendo sus intereses de grupo al interés público.
En este contexto, donde “primero estoy yo”, la corrupción se incuba y configura un sistema perverso e ineficiente. No interesa controlar los resultados, ni rendir cuentas, sino aparentarlo frente a las críticas, controlando procedimientos y reglamentos intrascendentes y formales que terminan entrabando el quehacer institucional. Llegue quien llegue, mientras no cambie el sistema, la corrupción tiende a reproducirse.
La acumulación de violencia y la necesidad de cambios sistémicos
En este contexto, donde la inequidad crece y la corrupción impune se hace cada vez más visible en las ventanillas, crece el malestar popular y se gesta un clima de agresión proclive al linchamiento.
La corrupción, sin embargo no es un problema de puros frente a corruptos, ni solo de los hechos visibles en las oficinas, sino de todo un sistema que debe ser desmontado y transformado en una auténtica república controlada por la ciudadanía través de un sistema de pesos y contrapesos. Esto requiere de una reforma institucional que acabe con el archipiélago institucional existente carente de instancias integradoras y de rendición de cuentas. De un proceso de reorganización institucional regional y territorial, donde las políticas nacionales estimulen, la organización e iniciativas locales, donde se estimulen los encadenamientos y se difundan las mejores innovaciones. Donde lo más avanzado de la ciencia y la tecnología adquieran dimensiones en las fortalezas locales y arraiguen a la población al mismo tiempo que generen una visión cosmopolita.
Estas cosas no se pueden lograr de golpe, pero si hay visión nacional y la descentralización se realiza apoderando a la ciudadanía de organización, capacidad de gestión y de demandar cuentas, puede darse un proceso acumulativo que, partiendo de las mejores prácticas que marcan senderos, construya un nuevo sistema institucional.
Hemos sido configurados por un sistema patrimonialista y clientelista que no cambiará con buenos consejos, se requiere de una conducción que estimule el apoderamiento organizacional de las comunidades y grupos que articule el Estado e integre el haz de voluntades colectivo. Como dijo don José Figueres Ferrer “Los hombres sin organización no tienen ningún poder” ni pueden ejercer la ciudadanía, añado yo.