La organización autónoma es el fundamento del capital y el desarrollo en todas sus dimensiones. Lo demostró con una sólida base empírica en su estudio sobre la realidad italiana, Robert Putnam en su libro “Para hacer que la democracia funcione”. Fue a raíz de esta publicación en los años 90s que los organismos de desarrollo incorporaron el concepto de capital social, hasta entonces un concepto filosófico, en las políticas del desarrollo.
La evidencia de la importancia del capital social para el desarrollo ha generado, en diversas partes del mundo, políticas públicas, para favorecer el surgimiento de cooperativas y otras formas asociativas de producción en forma de reducción de impuestos y otras ventajas. Se puede decir, por el impacto que este tipo de organizaciones cuando son autónomas, tienen sobre las comunidades y el medio ambiente que estas políticas han sido acertadas. No obstante, es importante que las políticas públicas se orienten cada vez más por los resultados ambientales y sociales y no solo por el nombre o personería jurídica adoptada ya que esto se puede prestar para camuflajes de intereses y empresas privadas para evadir impuestos y competir con otros actores económicos que si pagan impuestos.
Para aclarar el papel de la autonomía es muy interesante que Putnam no consideró a las organizaciones religiosas, que se orientan a pedirle a Dios las soluciones, como parte del capital social. Por el contrario, prefirió considerar a las organizaciones cooperativas, comunales, sindicales e incluso deportivas, donde la gente se organiza para resolver sus problemas, como uno de los ejes más importantes en la definición de capital social.
Vale la pena retomar este criterio de proactividad y gestión propia aplicado por Putnam, como un requisito del capital social para revisar y valorar la práctica de las organizaciones que formalmente son de base, pero que en la práctica carecen de autonomía real y operan como parte de una faja de transmisión de intereses políticos clientelistas, y demandan, por su nombre, ventajas sociales. Esto es, organizaciones que de forma similar a las organizaciones religiosas, no tienen proactividad ni gestión propia, sino que dependen de un patrono político que utiliza recursos públicos para comprar lealtades.
Lo anterior es muy importante para no confundir bajo el mismo manto cooperativo, comunal o sindical a organizaciones de carácter diferente, unas realmente autónomas generadoras de progreso local y ambiental y otras que carecen de autonomía real y dinámica organizacional creadora.
Aplicar este enfoque nos facilita, además, entender el fracaso de muchas políticas de “promoción” de cooperativas y organizaciones, a través de instituciones y políticas públicas hechas para imponer lealtades reapartiendo prebendas. Instituciones y políticas creadas en nombre del capital social, pero que en vez de gestar la creatividad e iniciativa popular, castran, vuelven ineficientes, domestican y corrompen las bases populares.
Por eso en la definición de políticas públicas, debe verse la integridad de la política social para que educación, organización y capacitación estimulen la autonomía y los productos socio ambientales. Los resultados obtenidos en la preservación del medio ambiente, las condiciones de vida y el arraigo de la población deben tener un peso decisivo sobre cualquier otro factor. Esto es la evaluación ambiental y social de beneficio y arraigo así como la regeneración ambiental por parte de una gestión incluyente e innovadora.
Desde luego que la creación en segundo y tercer grado de las organizaciones autónomas de tipo asociativo-incluyente debe ser estimulado con políticas sectoriales, nacionales y regionales que presten servicios oportunos. Sin embargo, esto no debe confundirse con la creación de instituciones burocráticas que asumen, desde los escritorios la tarea del desarrollo de las comunidades. Instituciones donde predomina el enfoque clientelista y domesticador, donde el uso de recursos públicos solo contribuye a consolidar las redes de poder, incrementar la corrupción y a debilitar el músculo y la participación comunal.
Esto, como se ha confirmado por la experiencia internacional, no da resultados y desgasta el erario público en rivalidades por asumir el control de los movimientos populares. Son los proyectos de las comunidades de base, como los de cualquier otro empresario, el único y principal motor dinamizador del desarrollo. Dentro de este contexto es muy difícil que un estado centralizado, sin instancias descentralizadas que se adecuen a las necesidades e incluyan la participación regional y local pueda ser efectivo en sus políticas de desarrollo. No solo se requiere un ajuste institucional sino que su acción debe estar acompañada por los gobiernos locales en la definición de prioridades en obras de infraestructura, comunicaciones, sistema sanitario, servicios de crédito y asistencia técnica. Sin embargo, para que se dé este cambio de estructuras institucionales adecuándolas a las necesidades de la gente, no es suficiente la decisión política superior, es preciso que esta se produzca dentro de una operación tenazas por la acción simultánea organizada de la ciudadanía.