Desde las colonias española y portuguesa se articularon en América Latina sistemas de gobierno, donde las actividades económicas estaban reguladas desde el poder político centralizado. En Madrid, se definían los permisos para colonizar, se asignaban encomiendas sobre las poblaciones indígenas, se otorgaban permisos para explotar minas y controlar el comercio. Los Virreinatos y las capitanías generales eran simples ejecutores. Si bien, con la independencia se reivindicó el derecho al libre comercio con el exterior, se mantuvieron las estructuras centralizadas y los monopolios locales. La nueva élite criolla, aunque formalmente republicana y liberal, mantuvo desde el poder el control de las actividades económicas y legisló, o actúo de hecho para mantener sus privilegios. Esta forma de gobierno conocida como patrimonialista, por tener como objetivo el enriquecimiento de los grupos ubicados en las redes de poder, es el que ha predominado en nuestro continente asociado a un sistema de patrones y redes de clientelismo político. En este contexto floreció un “capitalismo de amiguetes” cuyo principal mérito no ha sido su capacidad emprendedora, de innovación o su aporte a la riqueza nacional sino su entronque con las relaciones de poder.

Es en este sistema de Estado, carente de una visión integradora de los esfuerzos públicos, donde se incuba la corrupción que se ha mantenido potenciado en nuestros días. Contrasta por sus deficientes resultados económicos y sociales, con las formas avanzadas de gobierno republicano articuladas alrededor de una visión articuladora con sistemas de controles basadas en pesos y contrapesos institucionales.

 

Las formas de gobierno patrimonialistas y clientelistas que han logrado sobrevivir hasta nuestros tiempos, se enfrentan a situaciones cada vez más adversas con la globalización. Por una parte, la revolución tecnológica exige inversiones en capital humano, principal palanca de desarrollo, además de investigación e infraestructura que las estructuras clientelistas e institucionales no brindan. Estas inversiones en capital humano se ven, a los ojos de una elite clasista, como un desperdicio de recursos.

Por otra parte ha surgido una nueva fuerza económica y política: el narcotráfico, cuyo poder económico no se origina, como en los 500 años anteriores de historia, al calor del estado sino enfrentado abiertamente a él. Se trata de una fuerza de gran poder económico, capaz de crear sus propias redes de a través de la corrupción y clientelismo vigentes en las estructuras de poder formales a las que reta y absorbe progresivamente. Uno tras otro los gobiernos locales y los estados del llamado triángulo norte de Centro América, reacios al cambio e inversión social han ido sucumbiendo al embate del narcotráfico convirtiéndose en estados fallidos. Aprovechando políticas que originalmente tenían como fin la descentralización han penetrado los poderes locales y regionales donde la cultura cívica es débil y no ha existido práctica democrática arraigada.

Este avance imparable del narcotráfico se ha visto estimulado por un modelo económico excluyente que fomenta el crecimiento de la desigualdad y el deterioro del tejido social y un clima de violencia.  Sin educación y servicios de salud, seguridad y desarrollo urbanístico adecuado, la exclusión social adquiere dimensiones explosivas como se ha visto recientemente en los éxodos masivos de centroamericanos hacia los Estados Unidos.

Ni el narcotráfico ni los éxodos se pueden combatir con medidas represivas, tienen causas estructurales que deben ser enfrentadas. No podemos seguir combatiendo las drogas como la mariguana con represión de los productores locales, mientras en una cantidad cada vez mayor de estados en los Estados Unidos ésta se legaliza y se invierte en grandes industrias para su explotación con fines “recreativos” y medicinales.

Por otra parte sin inversiones educativas modernas accesibles para toda la población y capacitación organizacional cívica y empresarial así como servicios técnicos y financieros orientados y estimulados por una política social inteligente, la exclusión y el resquebrajamiento de los tejidos sociales es inevitable.

Pero estos cambios políticos estructurales no parecen estar en la agenda de los gobernantes regionales ocupados más de los negocios y ganancias de sus asociados que en el bienestar de sus poblaciones. El choque del “meteorito” político cobra dimensiones inéditas en la historia de nuestros países. El panorama inmediato es de turbulencias y desplomes consecutivos. ¿Qué saldrá de este proceso, narco repúblicas o repúblicas ciudadanas? Depende de la visión y decisión política de nuestros gobernantes pero sobre todo de nuestro papel como ciudadanos. En lo inmediato las turbulencias crecientes exigen amarrarse de los cinturones, ubicarnos en el tiempo que estamos viviendo e impulsar soluciones estructurales que mitiguen y reviertan el impacto.