En una época de ajustes como la que vivimos, la atención a las clientelas políticas se restringe cada vez más solo a los que tienen capacidad de presión y a los momentos preelectorales.
El clientelismo como manejo del poder, no solo está agotado, sino que actúa como un factor desintegrador del Estado. Esto es particularmente grave cuando se carece, como sucede actualmente en nuestro país, de una visión de futuro compartida, pues en esas condiciones la corrupción permea todos los niveles y la ineficacia se extiende en círculos a toda la administración pública.
Al desnaturalizarse el Estado en sus funciones, se transforma en pesadilla para la sociedad civil, provocando reacciones que no siempre contribuyen a la superación de la crisis. Una de estas reacciones es la tendencia a disminuirlo y debilitarlo al máximo. A pesar de su radicalismo aparente este comportamiento agrava el problema. Por una parte, cede espacios al clientelismo, renunciando de hecho a la recuperación de la empresa colectiva; por otra parte, al debilitar indiscriminadamente al Estado, se afectan los servicios básicos que debemos recibir los ciudadanos, pero no los privilegios que siguen estando fuera de control.
Del Estado, por mucho que lo deseemos, no podemos prescindir. Es una necesidad para la vida y el progreso de las sociedades ajustado en tamaño y funciones, a las exigencias de cada época. El camino es enfrentar, sin evasiones, su reforma y convertirlo, como debe ser, en la empresa de todos. Pero la reforma no debe confundirse con los medios, como lo hacen algunos sectores pensando solo en sus propios intereses. Se trata del ajuste de las funciones del Estado a las exigencias de un nuevo proyecto de sociedad. Solo que esta vez es preciso adecuar, también las formas de gestión y administración, para que en el futuro el Estado se pueda autoajustar progresivamente sin generar grandes crisis.
No es esta la primera vez que nuestro país enfrenta la necesidad de reformar el Estado. En la década del 30, la sociedad costarricense entró en una crisis que la conmovió hasta sus raíces. La crisis se prolongó varios lustros hasta que se ajustaron las funciones del Estado a las nuevas necesidades. Las reformas de los años 40 (42 – 50) y sus derivados en la década del 50 fueron decisivas para nuestro país. Pero estos cambios no fueron meramente cosméticos. El Estado de los 50 asumió funciones que no tenía el de los 30. La estructura institucional y su normativa constitucional y legal se ajustaron radicalmente, pero más importante que eso, se creo una visión de futuro compartida que las cohesionaba e integraba. En estas condiciones nuestra sociedad pudo dar importantes y sostenidos avances por más de dos décadas, considerados sin precedentes la hicieron distinguirse en la comunidad de las naciones.
Vale recordar que gracias a estas reformas nuestro país pasa de ocupar el penúltimo lugar, en el ingreso per cápita de la Centroamérica de los años 30, apenas por encima del de Honduras, a un holgado primer lugar en los 70. En este mismo período alcanzamos también el segundo Producto Interno Bruto global, después de Guatemala que tiene 10 millones de habitantes.
Estos logros fueron posibles gracias a una visión de futuro compartida integradora del quehacer del Estado, que acabó con los monopolios privados de la energía, teléfonos y con el oligopolio bancario, generando oportunidades para diversificar la economía y estimular el desarrollo del sector privado, como nunca antes en nuestra historia.
La actividad del Estado tuvo, como debe ser, repercusiones directas sobre el sector productivo. Baste señalar aquí, a manera de ejemplo, las profundas transformaciones cualitativas logradas en el sector cafetalero por los programas de investigación y extensión del MAG y de crédito de la Banca. De tener una deficiente productividad por hectárea en ese producto, vital para nuestra economía de entonces, pasamos gracias al programa de rehabilitación de cafetales, a tener el más alto rendimiento por hectárea en el mundo.
Se produjo en las etapas iniciales de este proceso, una profunda y prolongada simbiosis entre el quehacer institucional y el sector empresarial privado, que diversificó las actividades productivas agrícolas, industriales y de servicios, amplió y potenció la gama de oportunidades, para sectores crecientes de la población.
Los logros señalados fueron posibles porque el Estado y sus instituciones eran administradas por empresarios públicos eficientes y honrados, que tenían liderazgo propio profesional y político. Eran miembros de una generación que, desde diversas tiendas políticas, habían luchado por crear el nuevo Estado y lo hicieron. Los llamo empresarios porque construyeron empresas.
El panorama inicial, marcado por la sinergia del nacimiento de un nuevo proyecto de sociedad, fue variando, con los años, conforme se sustituyó con la Ley del 4-3 y las presidencias ejecutivas a los empresarios públicos por burócratas partidarios. No debe verse, sin embargo, este cambio de manera simplista, como una sustitución de los buenos y honrados por los sinvergüenzas. Esto sería ver solo los síntomas y nos limitaría a soluciones parciales. Lo importante es percibir los círculos viciosos que genera el clientelismo. Cómo el dejar por cuatro años todo el poder en manos de un Presidente sin exigir capacidad gerencial, planes, rendición de cuentas, evaluación, ni ninguno de los requisitos que demanda la administración moderna, la empresa pública es usurpada progresivamente por los cortesanos, enajenándose de sus funciones. Por eso no es suficiente ajustar las funciones del Estado a las nuevas necesidades. Es preciso variar la forma de gestión para que afloren oportunamente los mecanismos de autorregulación del sistema, evitando que se acumulen los problemas.
Para avanzar hacia el siglo XXI con el mismo impulso que lo hicieron nuestros antepasados, debemos cambiar el paradigma de la gestión pública y optar por un Estado moderno, cohesionado por una visión de futuro compartida pero descentralizado, donde la ejecución esté en manos de la sociedad civil .