Uno de los efectos más criticados del populismo basado en liderazgos personalistas es que mina las instituciones republicanas, especialmente la rendición de cuentas y el control ciudadano.
Efecto de lo anterior es el debilitamiento del régimen social de derecho, por un lado, y cinismo y desesperanza ciudadana, por otro.
Nosotros no contamos con este tipo de liderazgos, pero sí sufrimos efectos y resultados parecidos. Se trata de un producto muy tico que, a pesar de los estragos que produce, pasa peligrosamente inadvertido por no hallarse tipificado en los manuales internacionales.
Es el inmovilismo legalista, cuyos efectos vemos todos los días, y se produce porque, a pesar de ser nuestro Estado formalmente una república, en la práctica se imponen las estructuras subyacentes de poder operadas por grupos corporativos sobre las estructuras formales. Esto genera una especie de epilepsia institucional.
Es una normatividad sobre los procedimientos, que supuestamente debe impedir la corrupción, acompañada de un culto a los procedimientos.
Esta sobrenormatividad es aprovechada por grupos y gremios para, directamente o por interpósita mano de los mandos medios, imponer sus voluntades y ritmos a los planes de desarrollo y proyectos institucionales formales.
De tal forma que, aun existiendo planes y presupuestos, vemos que las obras no se ejecutan en el período asignado o se llevan a cabo a paso de tortuga.
Don Johnny Meoño ha clamado desde hace varias décadas, como profeta en el desierto, la aplicación de la ley de planificación, que obliga al presidente y a los ministros rectores sectoriales a encuadrar su proyectos en el Plan Nacional de Desarrollo y a exigir cuentas con posibilidad de destituir a juntas directivas y presidentes ejecutivos que no cumplan. Pero esto no se hace.
La normativa choca con la realidad fragmentada de feudos que se mantienen al calor del poder, de tal forma que ningún ministro rector se siente autorizado para exigir cuentas a las instituciones “bajo su mando”.
Sabe que si exige resultados a quien tiene respaldo superior, el que puede perder el puesto es él y no su “subordinado”.
¿Por qué el expediente digital, a pesar de que la Caja Costarricense de Seguro Social empezó el proyecto veinte años atrás, no se concreta? ¿Hace falta dinero o capacidad técnica? Definitivamente no, pero pondría al desnudo la cantidad y calidad de los servicios al tiempo que restringiría las alteraciones y saltos injustificados en las listas de espera. Los grupos enquistados no lo permiten con mil pretextos.
Preguntas similares podríamos hacernos en relación con las obras públicas, la educación y los trámites legislativos. La lista es interminable.
Inmovilismo legalista. Lo que me interesa en este artículo es señalar con el dedo el problema y los efectos nocivos y muy peligrosos que está generando, especialmente el sentimiento de impunidad creciente, para el sistema institucional.
El inmovilismo legalista produce los mismos efectos de pérdida de confianza en la institucionalidad, así como la apatía y el cinismo ciudadano que genera el populismo.
Se parte de que no tenemos, como país, capacidad operativa y que nada puede hacerse porque el mal se deriva de nuestra cultura corrupta.
Las víctimas nos convertimos en nuestros propios victimarios, una visión individualista inducida por quienes están interesados en el detalle de los artículos y reglamentos para aplicarlos casuísticamente de acuerdo al momento y a los intereses que representan.
De tal forma que, dependiendo de sus interpretaciones, “todo se puede o nada se puede”. Comportamiento disfrazado de legalidad, una verdadera cortina de humo, que confunde a los ingenuos, pero deja de lado los mandatos constitucionales de rendir cuentas por resultados, con responsabilidad personal y conforme con lo establecido en las leyes que regulan el sistema, como la General de Administración Pública y la de planificación.
Entiendo que no todos los diputados estén en condiciones de entender el problema, pero pienso que ni el Ejecutivo, que vive en carne propia los efectos, ni las universidades, ni la Contraloría General de la República, que ya ha dado la voz de alerta sobre la impunidad promovida por los trámites eternos, pueden permanecer impasibles.
Hay que hacer cumplir el mandato constitucional de rendición de cuentas por resultados, empezando por programas clave en obras públicas y tránsito, que pueden romper los círculos viciosos, en vez de estar controlando detalles. Los costos son crecientes y los riesgos exponenciales.