Los costarricenses somos dados a pensar que con leyes y reglamentos se solucionan los problemas del país, como si, una vez aprobados, estos resolvieran los conflictos.
Lamentablemente, dejamos de lado el papel y la responsabilidad del sistema institucional encargado de ejecutar los mandatos legales. De tal forma que nos hemos llenado de leyes y reglamentos que, a menudo, en vez de resolver los problemas entraban y dificultan el funcionamiento institucional, lo cual genera omisiones e impunidades, cuyo resultado es el debilitamiento y la erosión del régimen de derecho.
Frente al fracaso y el desorden del sistema, y el cinismo ciudadano, responsabilizamos a nuestra cultura y, en última instancia, nos echamos la culpa a nosotros mismos por los desaciertos. Caemos así en una desesperanza fatalista.
¿Será cierto que es la cultura agresiva cotidiana de “mal amansados” la que genera tal desorden? Basta con observar detenidamente como nos comportamos frente a la ley de tránsito en Costa Rica y como lo hacemos en Nueva York o Londres, y veremos que el “malamansamiento” no traspasa las fronteras nacionales.
Que enfrentada a dos realidades institucionales diferentes, la cultura tica resulta que tiene gran capacidad de adaptación y ajuste.
Entonces, ¿por qué las cosas no funcionan en nuestro país? En primer lugar, la cultura política es reflejo de la práctica institucional, y los intereses de los grupos corporativos alimentan e impulsan estructuras subyacentes de poder, que desvirtúan las estructuras formales y configuran los valores y la práctica institucional y ciudadana cotidiana.
Dentro de esta práctica cultural se adoban niveles de corrupción, algunos aparentemente indispensables para resolver la inscripción del pariente en una de las tantas listas de espera institucionales.
Este reordenamiento espurio enmascara la responsabilidad del sistema como un todo y obstaculiza el control cívico por resultados.
Como este asunto lo desarrollé en esta misma página el 30 de setiembre, quiero destacar en este artículo otros aspectos no menos importantes de nuestra práctica institucional. Por la generación de violencia que está provocando, se trata de la forma como se aplica la justicia.
Omisión de derechos. En nuestra legislación, existen lagunas importantes, como lo son los derechos de los trabajadores cuando una empresa quiebra. En estos casos, dichos derechos quedan subordinados a la liquidación en primera instancia de las deudas bancarias y de otros acreedores.
De tal forma que si esta cierra, los salarios pendientes y las prestaciones de los trabajadores no pueden cobrarse en primer lugar, como corresponde en justicia, sino que están restringidos a lo que quede previa liquidación de hipotecas y pagarés.
Pienso que la ley en este aspecto debe ajustarse, de tal manera que los organismos financieros, al estudiar las solicitudes de crédito de las empresas, se vean obligados a consultar también el endeudamiento de la empresa con la seguridad social y los trabajadores. En última instancia, si deciden prestarles, que asuman los riesgos correspondientes.
No es la primera vez que los trabajadores de fincas o fábricas quebradas quedan en la calle y desprotegidos, creando situaciones desgarradoras y clima para la desesperación y la violencia que puede incidir, como lo está haciendo, en la región sur, en su entorno inmediato y regional.
Derecho a la propiedad. Por otra parte, la aplicación del derecho que garantiza la propiedad debe ser el mismo en todas sus formas. ¿Cómo es posible que cuando se trata de una finca privada la Fuerza Pública proceda al desalojo judicial con destrucción de las viviendas y expulsión de los moradores, pero no actúa igual en el caso de los invasores de las reservas indígenas que ingresaron después de la ley de 1977, a sabiendas de que esas tierras tenían dueño legítimo?
Podrá alegarse que una cosa es el Poder Judicial y otra el Ejecutivo, y que los procedimientos son distintos cuando se actúa sobre la propiedad privada, mas esto no le resta responsabilidad a los jerarcas públicos de hacer valer la legalidad constitucional, sobre todo teniendo en cuenta la violencia que se ha desatado contra los legítimos propietarios.
No es válido argumentar la existencia de una división entre los indígenas, y por tanto es un asunto interno, que deben resolver entre ellos o ante los tribunales.
Al Gobierno le corresponde actuar e imponer la ley para preservar la legalidad y la paz, desalojando de inmediato a quienes no han actuado de buena fe y sin tener ningún atestado se han apropiado de grandes extensiones de tierra.
Para que se respete el derecho a la propiedad deben desaparecer las diferencias: la justicia debe ser igual para todos y debe cubrir tanto la propiedad privada como la indígena y la pública.
La paz, decía muy acertadamente el prócer mexicano don Benito Juárez, es el respeto al derecho ajeno. Y tal respeto es lo que falta para garantizar la paz, especialmente en la convulsa región sur.