Miguel Sobrado

Criticar solo procedimientos y normativas como base de la moral, sin entender el sistema en que se ubican estas normas puede llevar a absurdas condenatorias como la que realizaron los medios contra doña Epsy Campbell  por haber invitado a su marido a compartir el cuarto de hotel que le pagaba la cancillería, aunque esto no significara ningún costo adicional del patrimonio público.

El origen de esta sin razón está en la misma lógica moralista que le imprimió al PAC su fundador priorizando, el control sobre las personas, de normas, reglamentos y procedimientos como forma de combatir la corrupción en vez de propuestas de reformas estructurales al sistema que las genera. Esta lógica ha llevado a extremos ridículos en que terminan cayendo los propios militantes ortodoxos del PAC. El caso de la señora Campbell es uno de los más sonados, pero no es la primera vez que se objeta, por ejemplo, a un funcionario por ejemplo, del Ministerio de Obras Públicas, por utilizar los servicios de Uber o por cualquier otra “infracción” secundaria. Vemos a menudo a  los funcionarios paralizados, por temor a ser acusados de faltas de ética en asuntos resuelven de sentido común.

La moral es importante en un gobernante para garantizar una buena gestión acorde con el interés público, pero el hecho que una persona sea honrada no es suficiente para ser un buen gobernante. Es preciso, ante todo, que tenga un proyecto de interés público y un equipo dispuesto a ejecutarlo. Que entienda de sistemas republicanos y sepa actuar acorde con las exigencias de transformación que imponen las nuevas realidades. Que, trascienda las visiones personales y sea capaz de percibir los problemas del sistema que impiden el control y promueven la corrupción. En especial aquellos referidos a la falta de información oportuna sobre la gestión pública, que restringen la auditoria y los mecanismos de control impidiendo el funcionamiento de los contrapesos.  Por ejemplo, la ausencia la carencia de recursos y autonomía de los fiscales.

Cuando se carece de esta visión sistémica y nos enfrentamos a un estado configurado para la corrupción, o Estado Botín, donde los políticos se reparten beneficios de la gestión pública, los problemas terminan siendo de las personas y no del sistema que los genera. Siendo que si los “problemas” son de falta de moral de los políticos, entonces hay que cambiar a los corruptos y sustituirlos por gente honrada, esto es por quienes propiciamos el cambio. Aquí empiezan los errores que pueden transformarse en horrores. Resulta que la corrupción no es solo un problema de ética personal, sino de un sistema que la genera desde la cúpula y termina distribuyéndola en cascada al interior de las instituciones y a los mismos clientes que deberían ser sus beneficiarios. En este contexto, el cambio de personas puede ayudar, pero no elimina las causas de la corrupción y esta, si no hay cambios sistémicos que garanticen el control ciudadano y acaben con la impunidad, vuelve a aflorar, una y otra vez.

Un buen ejemplo de Estado Botín lo presenta con lujo de detalles Denise Dresser en su libro “Manifiesto mexicano”,  que llama capitalismo de cuates y que permite el control y la corrupción de los grupos de poder. Con menor cobertura, para Costa Rica, pero solo para algunos casos se encuentra el libro de Manuel Antonio Solís “Costa Rica. La democracia de las razones débiles (y los pasajes ocultos).” Que nos perfila el teje y maneje de intereses políticos en la vida institucional.

Cuando se carece de una visión de sistema tampoco se tiene una propuesta para su transformación. Aunque puede hablarse de un cierre o refundición institucional, no debe limitarse a medidas aisladas de reducción del gasto; ya que el cambio, exige un rediseño de reorganización y gestión institucional. Las acciones dirigidas a cambio de personal, y eventuales acciones administrativas o judiciales, manteniendo el moralismo como bandera en las viejas estructuras tienen alcances limitados o fracasan estrepitosamente.

En este contexto, trasciende que los hechos corruptos están generalizados no solo entre los funcionarios sino también entre los clientes en forma de redes. En contubernio con los funcionarios recurren a las propinas o las amistades, que permite resolver las urgencias.  De tal forma se hace evidente, ante la conciencia pública que la corrupción prevalece en toda la sociedad, ya sea para obtener citas para examen de licencia, o ser atendidos por especialistas brincándose la cola. Finalmente resulta algo arraigado en el ADN de la cultura, dentro de un juego en que todos resultamos ser responsables de la corrupción y no hay salida posible.

En este contexto de culpa y desesperanza se gesta una sensación de frustración que se descarga con violencia en las relaciones personales, en linchamientos en los medios virtuales, y  en ocasiones cada vez más frecuente agresiones físicas.

La reducción de la corrupción aun problema personal, no solo impide ver las soluciones sistémicas, sino los procesos que harían viable una ruptura progresiva de los círculos viciosos y la posibilidad de construir círculos virtuosos de carácter acumulativo.   Hay que salir de la visión maniquea, entender que la historia, que nos ha configurado es cierto, pero no que no estamos determinados; que podemos transformarnos, sin sentido de derrota, actuando en la construcción de una nueva cultura y autoridad.

La cerrazón y el odio impiden ver las fortalezas del capital humano que tenemos y las oportunidades geopolíticas y comerciales que nos permitirían construir un Estado incluyente y solidario. Necesitamos salir de las estrechas visiones moralistas y entender que la solución no es solo técnica, sino fundamentalmente política, de participación e inclusión de la mayor cantidad de fuerzas, incluyendo a los empleados públicos innovadores, a la transformación del Estado.